El pepino es de esos alimentos que trae amor u odio, pero sea que estés en un extremo u otro del espectro, vale la pena conocer estos datos para motivarte a usarlo más seguido en tus platos o rutinas de belleza.
Según una de las “biblias” gastronómicas – La Cocina y los Alimentos, de Harold McGee – el pepino fue domesticado en la India hace más de 3500 años y llegó a la región del Mediterráneo hace 2500 años, por lo cual muchos lo consideran nativo de esa zona. Este concepto de “domesticado” quizás suene extraño, pero lo cierto es que a lo largo de los 100.000 (o según algunos 200.000) años de nuestra vida como especie, los humanos hemos dedicado gran parte de nuestra energía no sólo a conseguir el sustento sino a que ese sustento sea agradable. Así, fuimos seleccionando las plantas que consumíamos en parte porque eran comestibles –- o sea simplemente “no venenosas” – y en parte porque tenían alguna característica agradable o útil.
Los pepinos retienen mucho líquido, algo que les permite a los frutos resistir sequías y mantener vivas a sus hijitas semillas y esa característica tan útil los convirtió en favoritos de zonas áridas del planeta. Sin embargo, como muchos frutos, tienen sustancias químicas amargas (algunos alcaloides) que los vuelven poco apetitosos para posibles depredadores – como por ejemplo, los humanos. Así, cuando algún ascendiente nuestro se encontraba con algún pepino un poco menos amargo que lo habitual, lo lógico fue quedarse con algunas semillas de algún ejemplar de esa planta para ver si su descendencia era igualmente amable.
A lo largo de las generaciones hemos ido logrando pepinos de sabor menos amargo, pero hemos logrado mantener muchas de sus características útiles y saludables, entre ellas ese buen aporte de agua y de fibra, la mitad de la cual es pectina, una fibra soluble particularmente útil para retener líquido y acelerar el tránsito intestinal y capturar colesterol en el proceso.
A pesar de que los consideramos verduras, técnicamente son frutas – o frutos – o sea partes de la planta que se derivan del ovario de la flor y rodean una o más semillas. Tienen poco aporte de carbohidratos disponibles (o sea no tienen azúcares ni almidones y por ende a diferencia de las frutas habituales su aporte en calorías es prácticamente cero) y un gran contenido de agua.
El particular sabor del pepino proviene - además de por los alcaloides amargos que contiene - de moléculas que se liberan cuando picamos, rallamos o masticamos el pepino; en ese momento las enzimas que se encuentran dentro de las células entran en contacto con unos ácidos grasos cortos que están en la membrana de las células, las cortan y otras enzimas modifican esos trozos, dando ese sabor particular del pepino y también del melón (un pariente cercano mucho más dulce).
Media taza de pepino crudo rallado pesa aprox 50 gramos y es una cantidad razonable para ingerir aporta el 5% del requerimiento de vitamina C, 3% del de vitamina B6 y de ácido fólico, 4% de cobre y de potasio, y aunque las cifras no impresionan mucho, pensemos que es apenas media taza!
Además de esos micronutrientes, el pepino tiene cantidades interesantes de compuestos bioactivos entre ellos algunos que protegen nuestra elastina y nuestro propio ácido hialurónico – sí, ambos excelentes para tu piel.
Antes de desterrar al pepino porque no te convence su sabor, hay un par de trucos que tenés que conocer.
El pepino nos ayuda en tantos niveles que vale la pena integrarlo a tu cocina, y si realmente no te llevás bien con su sabor, igual podés disfrutar de sus beneficios con una rutina de spa en casa.
Además de lograr efectos positivos para nuestra piel consumiéndolo, el pepino ha sido utilizado formando parte de crema y lociones para aplicarlo sobre la piel y forma parte de la formulación de crema de belleza muy reconocidas. Un uso sencillo y práctico es colocar rodajas sobre los ojos; además de refrescarlos y suavizar los párpados, también ayudaría a aclarar las ojeras.
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